domingo, 18 de enero de 2009

SANTA MARIA de Inventione Christianorum: una historia de fe, emocionante.

SANTA MARIA de Inventione Christianorum: una historia de fe, emocionante.

El desarrollo del cristianismo en Japón está ligado a la llegada de San Francisco Javier al archipiélago, en 1549. En pocos años, la buena nueva se extendió entre gentes sencillas, samurais y señores feudales, y miles de japoneses recibieron el Bautismo. En esos primeros momentos se vive una época de gran prosperidad; pero, en 1587, el panorama cambia completamente. El jefe del ejército, quizá inquieto porque algunos de sus más altos oficiales se habían convertido al catolicismo, promulga un edicto por el que se ordena la expulsión de los misioneros. Se inicia la persecución y, a partir de ese momento, la joven Iglesia japonesa pasa a la clandestinidad.En 1597, seis franciscanos, tres jesuitas japoneses –encabezados por Pablo Miki- y diecisiete laicos son capturados y crucificados en Nagasaki. Entre ellos se encuentran dos niños de once y trece años que, pese a ser torturados, no reniegan de la fe y abrazan heroicamente el martirio. Sus veintiséis nombres encabezan una larga lista de mártires que se extenderá en Japón hasta finales del siglo XIX. Hacia 1630 no queda ningún sacerdote en todo el país. El gobierno impone una serie de medidas extremas para acabar con los cristianos: por ejemplo, se cierran las relaciones con el extranjero, prohibiendo incluso la salida de Japón, para evitar que alguien se convierta al cristianismo y propague la fe a su regreso. A pesar de esto, muchos fieles mantienen en riguroso secreto la práctica de la fe –que va transmitiéndose de padres a hijos-, al tiempo que rezan para que vuelva a haber sacerdotes y se pueda profesar el cristianismo libremente.La situación continuó igual hasta mediados del siglo XIX, momento en el que se establecen relaciones diplomáticas con otros países y se abren las fronteras. Desde principios de este siglo, la Sociedad de las Misiones de París pretendía mandar sacerdotes a Japón, porque llegaban noticias a Europa de que numerosos japoneses seguían practicando la fe en secreto. Tras muchos fracasos, un grupo de sacerdotes franceses logra por fin entrar al país. El gobierno reconoce la libertad religiosa para los extranjeros residentes y se edifican iglesias en los consulados franceses de Nagasaki y Yokohama. Los misioneros comienzan a anunciar por todas partes su llegada, pero los cristianos no aparecen. Al principio pensaron que podría deberse a que seguía la prohibición de practicar el cristianismo bajo pena de muerte; pero con el transcurrir del tiempo se abría paso a la posibilidad de que después de todo los cristianos no hubieran sobrevivido.El 19 de febrero de 1865, l'abbé Petitjean dedicó una iglesia, en la colina de Oura, a la memoria de los veintiséis mártires de Nagasaki, canonizados en 1862 por Pío IX. Ningún japonés tomó parte de la ceremonia. De todos modos el sacerdote seguía con la esperanza de descubrir a los descendientes de los mártires de antaño.Cuatro semanas después, el 17 de marzo, l'abbé Petitjean vio desde la ventana de su habitación un grupo de personas que contemplaba con algo más que curiosidad la Iglesia. Sintió una voz interior que le decía que debía ir a saludarles. Bajó, abrió el templo y entró. Los japoneses le siguieron. El sacerdote se arrodilló en una breve adoración delante del Sagrario. Como puso por escrito esa misma noche en una carta que se conserva, pidió al Señor que le diera elocuencia para anunciar a aquellos paganos el Evangelio. Ellos también se arrodillaron. Una de las mujeres, Isabelina Yuri Suguimoto, le interrumpió con unos golpecitos en la espalda y le dijo como en un susurro:-Todos nosotros tenemos el mismo corazón que tu.El sacerdote asombrado preguntó:-¿De dónde sois?-Venimos de Urakami, donde casi todos tenemos el mismo corazón.Después una de las mujeres dijo:-Santa María Sama doko…? ¿Dónde está Nuestra Señora Santa María?En lugar de contestarle, Petitjean, que todavía no dominaba bien el idioma, llevó al grupo al altar de la Virgen, donde todos se arrodillaron con él y llorando de gozo exclamaron:-Sí, de verdad es Santa María. ¡Mirad al divino infante en sus brazos!Después de esto le hicieron muchas preguntas. Una de las mujeres comentó: -Nosotros celebramos la Fiesta de Nuestro Señor el día 25 del mes del frío. Ahora estamos en la estación de la penitencia. ¿Tenéis vosotros estas fiestas?-Sí -contestó el sacerdote-, hoy es el decimoséptimo día de Cuaresma.Aquellas personas volvieron gozosas al poblado cristiano –que estaba a unos diez kilómetros de la Iglesia-, y contaron su descubrimiento. Los demás los escucharon con atención, pero desconfiaron de sus palabras, temiendo que se tratara de un ardid de las autoridades para capturarlos. Llevaban doscientos cincuenta años sin ver sacerdotes católicos, y la larga persecución les había enseñado a ser muy prudentes. Sin embargo, decidieron poner en marcha una discreta estratagema para verificar si se trataba de sacerdotes católicos o no.Un día, un pescador se acercó a la Furansu dera –la pagoda cristiana- con pescado fresco, y preguntó al Padre Petitjean por su esposa.-Yo no tengo esposa. Ni en Japón ni en Francia, fue su respuesta.Aquello era otro paso en la buena dirección, pero aun no bastaba. Otro cristiano fue a preguntarle quién le había enviado a Japón.-El Papa de Roma, le dijo el sacerdote.Ahora sí que no había posibilidad de duda: estaba claro que se trataba de los ministros que llevaban siglos esperando.Como seguía en pie la ley que prohibía practicar el cristianismo a los nativos y la policía vigilaba los consulados, un par de cristianos fueron con gran sigilo a l'abbé Petitjean para contarle el gran gozo de todos por haberle encontrado, y le pidieron que fuera a confesarles y a celebrar la Santa Misa. Ahora era él quién debía asegurarse de que habían conservado verdaderamente la fe, y les preguntó si estaban bautizados. Le dijeron que bautizaban a los niños recién nacidos, y le ofrecieron ir a presenciar el Bautismo que iban a administrar esa misma noche. Fueron a buscarle cuando el sol se ocultó, le vistieron de campesino y le llevaron a un bosque cercano a Urakami. El sacerdote constató que bautizaban inmejorablemente: In nomine Patris et Filii et Spiritu Sancti, con una pronunciación latina un poco oxidada, pero correcta. Un par de preguntas más le bastaron para resolver sus dudas y comenzar a confesar y celebrar la Santa Misa a escondidas.La policía se enteró de todo esto. Desde Tokio decretaron que detuvieran a los cristianos japoneses y los repartieran por las cárceles de todo el país, para obligarles a renunciar a su fe. De nuevo empezó la persecución…Por aquel entonces, el gobierno japonés visitaba Europa para que se les reconociera como pares en la comunidad internacional. Al trasladarse en coche abierto por las calles de Bruselas, algunas personas les tiraron tomates y huevos. No salían de su asombro, hasta que se enteraron que los católicos de Europa protestaban por la persecución que estaba teniendo lugar en Nagasaki. Los ministros del gobierno no estaban al corriente de la situación, y dieron órdenes por cable de poner punto final al acoso.Cuando se derogó la ley persecutoria, alrededor de cien japoneses habían engrosado la lista de los mártires. Los católicos volvieron a Nagasaki, y desde ese momento se pudo empezar a construir iglesias en distintas partes de Japón. L'abbé Petitjean fue ordenado obispo y la Iglesia obtuvo la libertad para cuidar a sus hijos y evangelizar al pueblo japonés.La primera pregunta que realizaron los cristianos japoneses al encontrarse con sacerdotes católicos después de doscientos cincuenta años fue: ¿Dónde está Santa María? Por este motivo, la patrona de Japón es Nuestra Señora de Inventione Christianorum –de descubrimiento de los cristianos- y el 17 de marzo la iglesia japonesa celebra por todo lo alto su fiesta.

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